Hacía mucho que había perdido la
esperanza de que algo pudiera remediar ese terrible episodio tan hondamente
grabado en sus recuerdos. Había jugado a ser Dios y el precio fue tan alto que
tuvo que engullir su propia carne para poder volver a habitar ese cuerpo sin
ningún sentimiento de culpa o vergüenza. Por un tiempo pareció que todo era
posible, incluso alejar definitivamente los vicios que tan fieramente se agarraban
de sus singulares prejuicios. El miedo, lejos de hacerlo más vulnerable, lo
transformó en un desconocido que pudo albergar en algún rincón de su cuerpo ese
único trauma que lo hacía ser tan humano como a cualquier otro y que, de alguna
manera, aligeraba el peso al caminar evitándole tener que avanzar encorvado y
sediento. Pudo ser una creencia, tal vez la única sobreviviente del paraíso
en cenizas, pero lo cierto es que una única vez fue suficiente para volver a
comenzar sin mirar atrás.