jueves, 10 de agosto de 2023

Latte pero no late.

Su mirada de rabia se fue diluyendo y pasando intencionalmente del desconcierto a la decepción mientras se sorbía su horrible bebida. Dio un último sorbo y se paró de la mesa como solo lo saben hacer los pasivo agresivos. Me dio una última escaneada de arriba a abajo y dejó escapar lo que me pareció una diminuta sonrisa llena de intencional y forzada lástima para luego alejarse con su ridícula gorra del Demonio de Tazmania (AKA “Taz”). ¿Quién putas querría usar una gorra de “Taz” en pleno 2023 sino un idiota que aún quiere hacer alarde de su aún más idiota apodo de preadolescente noventero? Me sentí estafado por los prejuicios que tenía sobre mis propios prejuicios y por haber creído que alguien así podía ser una buena persona. Nadie es bueno, todos somos malos y por naturaleza vivimos cagados de miedo, es por eso que todos somos malos. A mí lo que pasa es que la gente como “Taz” me hace volverme más malo y por eso cuando lo vi doblar hacia el pasillo donde quedan los baños tuve una epifanía y supe que finalmente el momento había llegado. Esta vez no lo dejé escapar como tantas otras veces hundiéndome entre mis tics, mis dudas o angustias y miedos. Esta vez tomé impulso al tiempo que me sorbí el último cuncho de café puro 100% colombiano producto nacional repleto de cafeína y de hiperrealidad. Pagué mi café real y el del insípido ese. Aparte de todo había tenido que invitarlo a esta cafetería que tanto odiaba por ser una de las que vendía más caro el café a son de conservar una imagen machacada por esnobismos recalcitrantes de hacía décadas y un logo hediondo que todo el mundo relacionaba con tercermundismo, bigotes, pobreza y narcotráfico. Pagué. Débito ahorros. Nunca cargo efectivo por miedo a morir atracado por chiquillos con gorra de algún personaje de Looney Tunes. Bien, todo empezaba a pegar. No guardé el recibo de pago, nunca lo guardo pero siempre espero a que me lo entreguen así se demore lo que se tenga que demorar. Es lo mínimo que pueden hacer después de todo este despropósito. Miré hacia el pasillo de los baños y como nadie salió ni entró entonces fui yo hacia él. De alguna manera es cierto lo que tantos directores de cine han tratado de contar a través de sus planos y, personalmente, sí sentí el cliché mientras avanzaba por el oscuro pasillo hacia la fuente de luz que emanaban los tubos de luz del techo del baño de hombres. El olor a mierda, a orín y a almizcle empezó a sentirse cada vez más fuerte. Tal vez si conservara mis amígdalas y mis adenoides todo hubiera sido distinto, no tan inmundo, no tan real. Mientras caminaba pensé en ponerme un tapabocas para aminorar el horrible olor pero al final me decidí por sentirlo todo tal cual llegando incluso a disfrutarlo. Entré al baño y cerré la puerta con seguro detrás de mí. Pensé en apagar la luz pero me arrepentí. Mucho cliché. Así como quería olerlo todo, también quería verlo todo. Era mi momento y lo quería todo. Me quité la reata que me había acompañado por 7 años sin queja alguna y la enrollé en mis manos mirando por debajo de las puertas de las cabinas sanitarias buscando donde estuvieran los zapatos tipo basquetbolista de “Taz”. No tuve que buscar mucho. Era el único que estaba cagando a esa hora. Eso le pasa por no tomar café normal con leche normal como la gente normal. Inspiré llenando mis pulmones del aire tóxico y pútrido del baño para llenarme de valor con las partículas de sus heces fecales y hacer valer el sentido de lo que debería ser una verdadera y última catarsis. Así, con los pulmones llenos de mierda y con la cabeza llena de certezas di una patada a la puerta tumbándola y encontrándome por última vez con esa mirada que minutos antes había sido tan diferente, tan controlada, tan ofensiva, tan “Taz”, y que ahora solo brillaba como la de un mísero marsupial que no había podido terminar de cagar. 

De camino a casa en mi bicicleta me costó pedalear a buen ritmo porque sentía que mis pantalones se me iban a caer. En todo caso no había manera de haber podido rescatar mi reata de entre ese montón de caca. Ella había venido a mi vida únicamente para llenar de sentido este único momento mientras las luces de los postes y de los carros me rozaban y jugaban conmigo como las luciérnagas esa vez que de niño fui a visitar a mis primos al campo y todos fuimos tan felices. No es que ahora no lo fuera, lo era pero mucho menos y el sentimiento se había venido menguando década tras década desde que cumplí 10 años. Tal vez porque en esa época no existía el café descafeinado ni la leche deslactosada ni la gente horrible que lo tomara; o tal vez porque en ese entonces uno ya sabía a qué atenerse con esa gente que usaba gorras de “Taz”, de “Piolín” o de “Bugs Bunny”. Puede que los tiempos estuvieran cambiado, que los códigos estéticos se hubieran renovado, que mis prejuicios se hubieran desactualizado y que yo me estuviera haciendo cada vez más viejo y más intolerante; no a la lactosa, claro, ni a la cafeína. A todo menos a eso. 

miércoles, 14 de junio de 2023

“Qué hiciste hoy? - Mala jeta”.

Hay gente en el mundo a la que le gusta quejarse por todo todo el tiempo y anda haciendo mala jeta hasta dormida. En mi caso, la mala jeta y la quejadera solo aplica en 3 casos precisos a los que he bautizado “las 3 maldiciones”; espero algún día poder entender por qué y en qué momento se cernieron sobre mí y si voy a tener que vivir con ellas por el resto de mi vida.

 

  1. La Maldición del Cajero / o de La Cajera: Consiste básicamente en haber logrado coronar, después de un larguísimo tiempo, el primer puesto en la fila de un supermercado y estar a un simple llamado para pasar a pagar a la caja; también puede pasar en la fila de un banco, de una atracción turística, de un restaurante, a la entrada a un museo, galería o concierto; en fin, el espectro es infinito y no deja de ampliarse como la teoría del Big Bang. Pero entonces justo cuando por fin me deberían atender, algo pasa; porque SIEMPRE “algo” pasa: o el cajero se atora con un caramelo Noel o un dulce en forma de mora y debe irse al baño para no morir asfixiado en su puesto de trabajo; o se acaba el rollo de papel de la caja registradora y el cajero debe pedir otro rollo nuevo siguiendo el estricto procedimiento para el que fue entrenado tiempo atrás y que no es más que una infinita y desgastada cadena burocrática que al final siempre termina por traer a una mujer bajita y por lo general muy poco agraciada a la que todos llaman “jefe”, cargando un llavero lleno de llaves tipo carcelero con el que abre la caja para introducir en ella un rollo de papel y así poder seguir llevando el registro de todas las compras de los clientes y que generalmente en mi caso no son más que un paquete de chicharrones de limón y una chocolatina Jumbo Jet a estas alturas ya derretida entre mis manos. 
  2. La Maldición del Gigante Gordo Cabezón (nunca una Gigante Gorda Cabezona): Muy a pesar de mi 1.68 de estatura, no me quejo de mi condición más que cuando debo bajar algún pocillo puesto muy alto en algún compartimento inalcanzable de alguna cocina diseñada por carpinteros suecos de 1.80 para arriba. De resto, confieso que no he tenido mayores contratiempos con mi diminuta estatura, aparte de uno que otro desplante del sexo femenino durante mi pubertad… y mi preadolescencia… y mi adolescencia… y mi postadolescencia… Pero cero drama, cero trauma, porque durante más de 10 años consecutivos nadie pudo nunca sacarme del top 5 de los que encabezaban la fila del salón en el colegio y eso no es poca cosa. Sin embargo, y MUY sin embargo, en cada puto concierto al que voy y ya cuando he logrado encontrar el punto perfecto de equilibrio entre visión, audio y sudor, siempre, léase bien, SIEMPRE llega tongoneándose un maldito gordo, calvo y cabezón que termina por pararse exactamente delante mío para aplastar con sus carnes sudorosas y aniquilar el perfecto equilibrio que por fin pensé haber alcanzado. Muy pronto la frustración se convierte en un odio visceral que termina por llenarme de todo tipo de neurosis y de una que otra idea macabra en la que Jeffrey Dahmer parece apenas un aprendiz.
  3. La maldición del semáforo en rojo: No importa el barrio, la localidad, la hora del día, la ciudad ni el país, siempre -SIEMPRE- que voy a cruzar una calle y el semáforo peatonal está en verde dándome el paso, aún si acaba de cambiar a este color, apenas me acerco y estoy a punto de dar un paso para cruzar, en cuestión de microsegundos vuelve a cambiar de verde a rojo y ya no puedo pasar la calle nunca más porque en verdad nunca más vuelve a cambiar a verde. Es entonces cuando el verde deja de existir para siempre que tengo que renunciar a la idea que antes me llevaba a cruzar la calle para terminar olvidándome del plan inicial y del deseo que tenía antes de que se cerniera sobre mí esta tercera maldición que siempre me termina  devolviendo a mi casa para resguardarme de todo el mal que me rodea cada vez que salgo de mi zona de confort. Por eso, prefiero rara vez salir de ella.