jueves, 1 de marzo de 2012

True Faith

La última noche en que la vió, su rostro resplandecía sobre su oscura vestimenta; hacía días que se vestía como una viuda perpetuando el luto por su amante aún no fallecido. Cuando abrió la puerta y la vio ahí parada, recordó la primera vez que entregaron sus miradas el uno al otro. La escena era similar, en otro contexto, casi como si se tratara de otras personas, de un par de extraños que cruzan sus caminos por una insensata coincidencia. Esa tarde de Mayo pasaron las horas hablando, reconociéndose, riendo y, en secreto, jurando no volver a separarse a pesar del tiempo y de sus trampas mortales. Los años habían pasado, ambos habían cambiado, sus vidas los habían llevado por caminos inimaginables hasta volverlos a depositar, con toda delicadeza, el uno junto al otro. Heridos, confundidos por los planes que no pudieron cumplir y aún soñolientos por esas largas noches en vela, cada detalle, cada amor y desamor, parecía al fin tener una razón que estaban próximos a descubrir. El velo prontamente cayó y sus verdaderas intenciones quedaron expuestas esa noche. Ella entró con paso firme y se sentó en el único sillón de la pequeña sala. “Quieres algo de tomar”, preguntó Santiago al tiempo que empezaba a alistar un par de tazas para té. “No, gracias, no me puedo demorar”, respondió ella sin siquiera mirarlo. Algo andaba mal, algo había cambiado, en fin, toda clase de locas ideas comenzaron a desfilar por la hasta ahora apacible mente de Santiago mientras preparaba su taza de té caliente. “Tú sabías en lo que te estabas metiendo, verdad?”, preguntó ella desde el cómodo sillón. “A qué te refieres?”, respondió el hombre desde la cocina. Claro que sabía en lo que se estaba metiendo, desde que la besó por primera vez sabía muy bien que su vida en adelante giraría en torno a ella irremediablemente. Se sentía tan profundamente atado a esa mujer como un recién nacido al seno materno; a su lado encontraba la tranquilidad que el disparatado mundo en el que le había tocado nacer no le podía dar. Desnudo junto a ella, podía recortar el tiempo y sobrevivir a él con tal solo mirarla y descubrir en su delgada figura a la única persona por la que daría todo, incluso su existencia. Lejos de cursilerías o romanticismos insulsos, su vida ya hacía tiempo que no le pertenecía, y no haber perdido el control sobre ella, era la única gran ganancia que encontraba en todo este caótico sermón que ahora se extendía ralentizando el paso de los minutos en el pequeño apartamento de una sola habitación. Ella hablaba intentando hacerse comprender con cada gesto, tomando aire para comprimirlo por unos instantes en su pecho y así poder seguir hablando con el mismo ímpetu con el que había comenzado esta conversación. El agua hirvió y Santiago apagó el fogón. Tomó del cajón una caja con sobres de té de varios sabores. Pensó en qué sabor le convendría más para pasar este momento; canela, muy picante; naranja, demasiado cítrico; frutos rojos, le encantaba su sabor, pero no para este momento en particular; menta, el sabor que eligió fue menta. Ella se puso de pie y abrió la pesada ventana dejando entrar el viento que bajaba de la montaña más cercana. Desde su posición en la cocina, Santiago encontraba en extremo poética la imagen de su bella amante bajo el halo de luz que venía de la calle; parecía bañar su silueta y transformaba sus cabellos en fuego incandescente que pronto se apagaban al ir bajando por su espalda hasta perderse en la curvatura de su sensual cadera. “Lo he matado, y ahora está en el baúl de mi carro”, dijo mientras se giraba hacia él. “Ahora qué vamos a hacer?”, preguntó sin siquiera parpadear. El viento dejó de soplar; el vapor del agua caliente detuvo su ascenso y no se evaporó más; Santiago solo pudo retener por unos segundos el sabor a menta fresca en su lengua antes de que éste desapareciera para nunca más volver. Lo había hecho. La muy loca había matado a su marido y ahora estaba en su casa preguntándole qué IBAN a hacer? Por supuesto que Santiago no tenía ni la más puta idea de lo que IBAN a hacer! Desde que se encontró de nuevo con ella, tuvo el presentimiento de que por ésta única vez, las cosas marcharían o definitivamente se acabarían, pero no iba a haber un estado intermedio al que pudiera sobrevivir por mucho tiempo. Su pecado se había consumado, el tiempo se había agotado y por querer acaso burlarse de él, ahora éste le pasaba la cuenta de cobro con ese gesto burlón que todos detestan cuando les dicen estas tres palabras: “te lo dije”. Rápidamente y más como un reflejo que se adelanta a cualquier razonamiento, Santiago abrió el cajón de la cocina y tomó el cuchillo de mango negro con el que cortaba todo tipo de alimentos, desde los vegetales hasta los animales. Ella lo miró sin entender, al menos eso pensó Santiago, pues en ese momento se percató de que le era imposible distinguir algún gesto en el rostro de esa mujer desconocida. “Por qué has venido? Qué quieres de mí? Aún no es mi tiempo y tú muy bien lo sabes”, dijo Santiago con un hilo de voz apenas perceptible como producto del pánico que helaba su cuerpo. Ella comenzó a avanzar lentamente, como lo hacen algunos animales antes de lanzarse sobre su presa. “Qué estás haciendo? Suelta eso y hablemos, Santiago”, su voz sonaba hipócrita e insoportable. No le creía; por primera vez pudo ver la sombra que se ocultaba tras los ojos de su hermosa amante y era como si se hubiera librado de su belleza, dejando alojar ahora en ese tentador cuerpo a la muerte misma. “Hice lo que tú querías, lo que ambos habíamos soñado, no lo recuerdas Santi?” De repente, todas las ideas inconexas que flotaban por su mente comenzaron a transformarse en recuerdos, y estos recuerdos pronto fueron momentos perdidos en el pasado de Santiago.

Ahí estaba ella ahora, desnuda, tendida sobre su cama aún con los rastros en sus mejillas rojizas, que ahora comenzaban a desvanecerse, como producto del acto sexual recién consumado. Santiago a su lado la observaba con ternura y detenimiento. Pasó sus dedos sobre su pierna blanca, acariciando su cintura y subiendo por su vientre hasta llegar a sus suaves senos; los besó y retuvo su olor por un instante llenando sus pulmones enteramente de ella. Siguió besando sus hombros, los mismos por los que se olvidó de todas las mujeres que pasaron por su vida; acarició su mejilla y le dio un último beso a sus pálidos labios. Con la misma delicadeza, acarició su larga cabellera y, por última vez, cerró sus párpados librándose al fin de su cruel recuerdo y enmendando de una vez por todas el fatídico error de un amor imposible.