domingo, 10 de junio de 2007

CRAC

Darío enciende el último cigarrillo de la caja, aún con las manos temblorosas por la ira. Sabe que el tabaco no puede calmarlo, pero al menos podrá anestesiar por unos instantes su profundo dolor. Por primera vez empieza a ver su habitación tal y como es; sucia, con goteras, el papel tapiz de las paredes rasgado en algunas partes y con hongos de humedad en otras. Su radio ya no funciona, así que la música que tanto lo distrajo durante toda su vida ésta vez no podrá ayudarle. No tiene otro remedio que oír sus pensamientos y reflexionar sobre lo sucedido. El saco le pica en el cuello así que se lo quita. Ve sus brazos blancos, lánguidos como tentáculos de calamar. Se ve a sí mismo en esa pútrida habitación y siente algo muy particular, mezcla de orgullo y lástima. Al fin de cuentas, todo lo que le rodea es lo que ha podido construir con sus delgadas manos. Es ganancia, si se tiene en cuenta que nadie creyó nunca en él; ni siquiera él mismo. Cómo pudo pensar en algún momento que las cosas iban a ser diferentes? Dentro de sí, sabía que nada iba a cambiar pues para que eso pasara tendría que abandonar todo aquello que lo hacía ser Darío. Tendría que volver a empezar desde cero todo lo que había logrado construir hasta ese momento y, para ese entonces, no tenía el valor para hacerlo. Miró con rostro inexpresivo la fotografía de su matrimonio. Su mujer lucía tan feliz, tan hermosa, tan inocente. Nunca se pensaría nada malo de ella. Su nombre terminaba por envolverla en una especia de aura celestial: Sofía. Siempre le gustó llamarla por su nombre, nunca un diminutivo ni un apodo, siempre fue Sofía. Con sus suaves manos, sus blancos hombros, sus rosados y delgados labios; su pelo largo y liso color anaranjado. Su cintura redonda y vientre plano. Entre muchos hombres, Darío siempre fue envidiado por la belleza de su mujer. Muchos fueron los que intentaron apartarla de su lado para llevársela, pero Sofía siempre supo que en ningún hombre encontraría lo que su esposo podía ofrecerle. Darío nunca supo qué era en particular lo que Sofía admiraba en él. Nunca supo qué era lo que lo hacía superior a los demás hombres. Era conciente de su apariencia física, si bien no era un simio. Algo en él lograba cautivar a las mujeres de belleza más exótica. Tal vez fuera su mirada, melancólica y enternecedora; o su excelente manera de hablar; tal vez sus modales, propios de un caballero que no se quiere parecer a un gigoló; o su voz, bien entonada y directa. Nunca lo supo. Lo que sí supo, desde el primer momento, es que Sofía iba a ser la mujer de su vida. Un trago de cerveza ahoga cualquier imagen que pueda filtrarse en su cabeza y que le recuerde cómo la conoció. El presente es lo único que le queda, allí en esa abandonada habitación donde la luz del día comienza a desaparecer. No se siente derrotado. Todo lo contrario. Es justo en éste preciso instante cuando logra ver con mayor claridad lo que debe hacer. Se siente fuerte, lleno de energía, dispuesto a luchar por lograr sus metas. Quiere viajar, caminar mucho, como alguna vez lo hizo en su juventud. Quiere conocer mucha gente, hablar en diferentes idiomas, conocer el Mar de Norte, nadar por los grandes ríos, conocer la isla de Tuvalú. Un cigarrillo y una cerveza bastaron para que su vida se llenara de sueños y razones para seguir adelante. Se pone de pie. Lleva su mano derecha hacia su espalda y de su cintura saca un revolver lanzándolo hacia un rincón de la habitación. Darío camina con determinación hacia la entrada de su departamento, gira la perilla y abre la puerta. Los últimos rayos de Sol tocan su cuerpo, siente un calor reconfortante como aquél que sintió cuando era niño en aquella ocasión en que visitó a su abuela en el Sur. Por un instante alcanza a oler el aroma de los árboles arrastrado por el tibio aire del campo que se extiende como un manto que cubre el azul y despejado cielo. Quiere gritar, la dicha surge como una explosión dentro de su corazón. Abre sus brazos y llena sus pulmones de aire para liberarlo y dejarlo escapar por todo el planeta en unas solas palabras.
- Quiero...
Un fuerte estruendo compuesto de varios disparos tiñe todo de azul oscuro y hace esconder al Sol. Los ojos de Darío se blanquean buscando el cielo distante y gris. El aire de sus pulmones se desvanece para nunca más volver. El sabor a cerveza y tabaco se mezcla y surge un extraño sabor agridulce y espeso que se va apoderando de todo su pecho. Su cuerpo cae, los oficiales bajan sus armas, el bebé de la familia Arzúaga llora incesantemente en la casa de al lado; el cuerpo amputado y desnudo de Sofía se extiende sobre el de su difunto amante en el pequeño baño ensangrentado. Mientras cae, Darío siente un cosquilleo en las manos y en las piernas. Se siente bien, tranquilo, sin sueños ni culpas. Su cabeza choca contra la pared y algo en su nuca se quiebra haciéndole pasar un corrientazo por toda la espalda. El sonido “crac” se perpetúa y todo el color desaparece, solo queda la inmensa oscuridad, apacible y eterna.

sábado, 9 de junio de 2007

UNDERWEAR

Desde que se sentó en el asiento del copiloto no dejó de hablar. Al principio estuvo bien, dijo un par de cosas interesantes y tuve la firme intención de entablar una discusión con ella. Pasados no más de 10 minutos caí en cuenta que estaba en medio de un espiral que descendía sin terminar, como si cada palabra, idea u oración suya me halara de los pies con unos largos tentáculos y no me dejara escapar hacia la superficie, hacia el suelo donde podría llenar mis pulmones de aire nuevo. Todo era denso. Por un momento me pareció que la gente, los carros, las hojas de los árboles y absolutamente todo a mi alrededor estaba sumergido bajo un espeso mar. Los minutos se hacían eternos y el terco reloj digital del tablero se negaba a dejar pasar el tiempo. Mientras tanto, ella seguía hablando y subiendo el tono se su voz a veces. Cuando caía en cuenta que estaba gritando, se callaba y suspiraba tomándose la cabeza con desespero. Era un papel muy bajo ese que estaba interpretando; jugaba a la víctima que se flagelaba hasta hacer sangrar su espalda con el solo propósito que alguien se apiadara de su estado. Durante todo el tiempo que estuvimos juntos pensé en matarla un par de veces. Sería fácil hacerlo pues nadie reclamaría su cadáver. Sus “amigas”, estoy seguro, se sentirían aliviadas al dejar de oír sus chillidos y reclamos insulsos. Me agradecerían haber acabado con su vida y en contraprestación me harían sexo oral una tras la otra, en fila india, dándome tiempo para recuperarme entre un turno y el siguiente. Así estaban las cosas, y para colmo de males, el tráfico estaba insoportable como para andar rápido con la ventana abajo sintiendo el aire en mi cara. Ella sigue hablando y ahora mueve sus manos con mayor intensidad; de soslayo, puedo ver que su cara apunta hacia mí esperando que yo haga lo mismo. No puedo. No todavía. Tomo un cigarrillo de la caja en el bolsillo de mi pecho y lo aprieto con los labios. Decido “decorar” el momento y saco de la guantera un CD con varios éxitos musicales minuciosamente seleccionados. Qué mejor momento para oír la penetrante voz de Jarvis Cocker. En cuanto empieza a sonar la canción “Underwear” ella se calla. Por fin. Enciendo el cigarrillo y fumo expulsando el humo en una gran bocanada que escapa por la ventana con ligereza. Cada partícula de música se introduce por mis poros y me sume en un profundo éxtasis que hace fluir mi sangre al ritmo de Pulp...Pulp…Pulp, uno tras otro mi corazón late. Subo el volumen hasta 24, por alguna razón me gusta éste número, es par y el dos junto al cuatro se ve bien; ambos lucen de maravilla. Todo es perfecto. La combinación Jarvis-24-cigarrillo-diástole y sístole sella de una vez por todas la gran boca de Silvia. Siento su mirada clavada en mí y percibo halos de odio que se acrecienta a medida que el hombre de la canción se acerca a la joven tirada en la cama semidesnuda. Imagino su piel blanca y suave. Fumo y dejo escapar una leve sonrisa producto del placer. Ya casi es tiempo. El hombre está por llegar a ella y cuando lo haga el final será una explosión de lujuria. Con un rápido y casi histérico movimiento Silvia baja el volumen hasta 8. No me gusta para nada. Es un número ridículo. Gordo arriba y abajo. El hazmerreír de todo niño y adulto. A mi me resulta insoportable. “Por favor no vuelvas a hacerlo”, le pido a Silvia. Ella sigue mirándome con un detestable gesto de incomprensión. “Underwear” vuelve a 24 pero ya no es igual. Fumo para intentar sentir lo mismo, pero ya no hay nada qué hacer. El tiempo ha avanzado y ese momento se ha perdido para siempre. Silvia apaga definitivamente el radio y comienza a gritar al tiempo que me señala y roza con sus flacos dedos mi mejilla derecha. Creo que intenta culparme por algo pero sigo sin entender mucho. No me interesa. Sólo quiero recuperar ese momento extraviado. “Por favor cállate”, le digo en voz baja a Silvia. Ella hace caso. Ha sido tan fácil que no me confío. Ahora sé que no me ha obedecido sino que la he tomado por sorpresa. Comienza a gritar como nunca antes ha podido hacerlo; se suelta el cinturón de seguridad y se acerca mucho a mí, buscando entrar en mi campo visual, absolutamente frontal. Me molesta mucho tener que soportar su saliva salpicando mi cara. El tenerla tan cerca ahora hace que todos los aromas de cremas, champú, maquillaje, perfume me recuerden lo hostigante que resulta el arequipe si se come en grandes cantidades. Siento náuseas. Creo que voy a vomitar y ella definitivamente no ayuda mucho para impedir que esto ocurra. Pesadamente la aparto de mí buscando recuperar mi espacio vital y, de paso, evitar salpicarla con mi vómito. El aire que entra por la ventana no es suficiente. Siento la comida que empieza a subir desde mi estómago por el esófago hasta la garganta. No tengo mucho tiempo para alcanzar a descifrar el sabor ácido cuando Silvia grita asqueada y me empuja. El vómito se escapa de mí y la situación completa se sale de control. Es un momento único que surgió sin planearlo y pronto empiezo a disfrutarlo. Decido mirarla por primera vez a sus ojos y dirijo mi cara hacia ella. Apunto con malicia y dejo que todo salga a presión; es todo lo que he querido decirle. Cada palabra, sentimiento, momento, ilusión y desilusión materializadas aquí y ahora gracias a ella. Esto es todo lo que ha querido de mí, al fin. “Ya está. Ahora por favor déjame terminar de oír esta canción”.

….. If you close your eyes and just remember,that this is what you wanted last night.So why is it so hard for you to touch him.For you to go and give yourself to him?...

SOLDADO HERIDO

Miserable sujeto. Cargando todo el tiempo ese gran peso sobre sí; rompiéndose la columna entera, cada costilla de su cuerpo. Pagando el precio de algo que nunca eligió tener. Y si lo hizo, definitivamente fue una gran estupidez. La mayor de todas. Siempre pensando, recalentando su cabeza con espesas ideas que nunca fluyen sino que se estancan, como un coágulo que se esparce por todas partes inmovilizando muy lentamente el organismo. Desde el suelo, postrado, tullido, retorcido, mirando con detenimiento y suma atención todo el movimiento a su alrededor. Todo fluye hacia alguna parte, en remolinos que van y vienen, pero que nunca se estancan, nunca se detienen ni siquiera para percatarse de él. Es posible que desde lo alto no lo reconozcan; sus miradas jamás tendrían por qué resbalarse ni perder su rumbo. Simplemente siguen su camino, una tras la otra, en hileras discontinuas, de colores, dejando aromas fétidos y deliciosos, llenándolo todo de eterna gracia. No hay marcha atrás para ellas dentro de éste gran espacio vacío que repudia las malformaciones y que no admite anomalías ni diferencias. Imposible el correcto desempeño de La Falange si uno de sus integrantes no puede empuñar su espada a la altura de los demás. Un punto débil, el talón de Aquiles de toda una descendencia que lleva millones de años progresando al ritmo de la roca, el martillo y la lanza. Nunca podrá pertenecer a ese colosal grupo que una vez le dio la vida y que ahora lo juzga apartándolo del camino, cortándole la lengua para que nadie entienda sus palabras, quemándole la garganta para que nadie pueda oír sus gritos, taladrando sus talones para que no pueda dar ni un solo paso. Su cabeza intacta, protegida por un oxidado casco solo espera que el tiempo siga adelante y permita que el hierro se corroa, para dejar pasar algo de aire y agua que refresque las ideas y termine de una vez por todas con el peso de la carne. Este es el precio que ha de pagar el soldado herido.

EDGAR

Esa mañana, en la que Edgar se despertó con un molesto dolor de garganta, no tuvo nada de diferente para el mundo en el que había permanecido por 25 años y 27 días; la gente del servicio de transportes abrió sus estaciones a la hora acostumbrada, la programación radial del día empezaba a oírse en carros, tiendas, casas, baños y demás. El cielo estuvo despejado como lo ha estado siempre por esa época, con posibilidades del 85% de que aparecieran las primeras lluvias en horas de las tarde. La televisión invadía los hogares de millones de familias de todo el planeta y servía para llenar el incómodo silencio que los rodeaba, pues la verdad es que estaban solos. Así despertó Edgar esa cálida mañana de finales de año. Miró la ventana y rayos de luz se filtraban por entre la cortina rasgada. La tela parecía rota por algún objeto cortopunzante en varios puntos. Era extraño, por alguna razón Edgar no podía recordar por qué la cortina estaba en ese estado. Se sentó en el borde de la cama soñoliento intentando recordar qué había sucedido. En la radio empezaban a sonar acordes de una vieja canción, de esas que nunca se olvidan por haber servido de fondo en alguna historia personal del pasado. Algunas imágenes pasaron por la mente de Edgar en cuestión de segundos. Vió a una mujer de tez muy blanca, ojos verdes como esmeraldas, pelo largo y liso de color rojo escarlata, abriendo una puerta y viéndolo fijamente. Luego aparecía la misma mujer sentada en el sofá de una sala riéndose y bebiendo. Finalmente un hombre montado sobre la mujer la empezaba a golpear con rabia y mucha fuerza. La cara de la mujer contra el suelo parecía ya una ciruela pasa llena de coágulos y profundas heridas por las que corrían hilos de sangre color café. El cráneo quebrado en la parte superior de la cabeza, dejaba ver un pedazo de hueso roto y de masa cerebral de color rosa. Edgar miró nuevamente la cortina muy asustado. Los rasguños en la tela parecían hechos por un animal salvaje. El pánico se apoderó de él y su respiración se aceleró de 0 a 100 en menos de 2 segundos. Él había matado a la mujer. Estaba seguro de eso. Se puso de pié y afanosamente empezó a buscar debajo de la cama, dentro de su clóset, detrás de la cortina, en su baño, en la ducha, pero nada encontró. Si esos rasguños en la cortina los había hecho la mujer mientras era víctima de una horrible golpiza, eso significaba que sólo él podría ser el asesino de esa mujer. Pero no había rastros de sangre en la alfombra de color claro y el lugar, en general, estaba ordenado y sin señales de violencia, exceptuando la cortina. Quién era esa mujer? Recordó nuevamente su mirada penetrante. Ojos verdes, muy conocidos, que se hacían más brillantes mientras moría estrangulada. Edgar se tomó el cuello con molestia. La sola idea de morir estrangulado lo aterrorizaba y le cortaba la respiración.
No pudo desayunar, a pesar de haber preparado su habitual café con tostadas y mantequilla. Tenía el estómago revuelto y tuvo que vomitar dos veces antes de poder salir de su departamento. Una vez en la calle, intentó tranquilizarse y respirar profundamente nuevo aire. Caminó por largo rato tratando de distraer su mente y así evitar que volvieran a aparecer esos profundos ojos verdes blanqueándose lentamente. Él podría recordar perfectamente el rostro de una persona e inmediatamente saber dónde lo vio por primera vez. Sin embargo, y tras muchas recapitulaciones fugaces de eventos del pasado, no podía saber quién era esa mujer de pelo rojo escarlata.
Esperó 15 largos minutos en la estación a que su pasara el bus que lo llevaría a su trabajo. Era evidente que algo andaba mal en él. La gente a su alrededor lo observaba con inquietud mientras él mantenía sus ojos clavados en el asfalto como si excavaran capa por capa el suelo, buscando el magma incandescente que daría fin a su sufrimiento. Tuvo entonces una horrible sensación al ver cómo en lo profundo la roja lava se escapaba por un sifón formando un remolino que lo arrastraba hasta perderlo en una espesa cabellera roja; luego, solo quedaba el vacío.
Edgar cayó al suelo. La gente a su alrededor acudió en su ayuda en medio del desconcierto general. Todo era una mezcla de palabras, sílabas y sonidos incomprensibles remarcados por un profundo eco. Algo trataban de decirle pero él no comprendía nada. Tuvo miedo. Parecía como si trataran de desgarrarlo con las manos para comérselo vivo. Sería posible que ellos lo supieran? Serían ellos los verdugos de un crimen aún desconocido? Como pudo, Edgar se arrastró hasta un lado de la calle y estiró la mano a un taxi que pasaba. El carro paró y el hombre se subió dejando atrás esa horripilante masa de dedos arrugados y uñas sucias que querían despedazarlo.
Apenas entró al apartamento cerró la puerta tras de él y se tumbó en el suelo suspirando aliviado. Había logrado escapar con vida y ahora estaba a salvo. Desde allí, su propio mundo, lograría poner orden a su cabeza para poder resolver el espantoso acertijo. Entró en su cuarto y paró en seco apenas cruzó la puerta. El lugar le era inquietantemente desconocido. La cama estaba bien tendida y las cobijas eran de color rojo escarlata. Un escritorio muy cercano dejaba entre ver algunos libros de diseño gráfico y viejas revistas organizadas una sobre otra. En la pared, un único cuadro mostraba a un misterioso gato gris escondido, de ojos claramente iluminados, escondido tras un par de zapatos viejos. Edgar miró con cautela a su alrededor intentando separar ficción de realidad. Una vez logró trazar la línea divisoria entre una y otra, empezó a caminar muy despacio hacia la ventana. Definitivamente el espacio no le era del todo desconocido. Mentalmente logró ver las cosas que conformaban su habitación y descubrió que cabían perfectamente en el lugar en el que estaba. Algo andaba mal y eso lo atormentaba. Una extraña sensación se empezó a apoderar de su cuerpo a cada paso que daba hacia la ventana. La cortina de color verde estaba especialmente resplandeciente y para su horrible sorpresa, la tela no tenía una sola rasgadura. El aire empezó a hacerse más denso y la temperatura del ambiente comenzó a subir. Edgar se sentía atrapado en una aterradora pesadilla de la que no podía escapar. Estiró su mano para tocar la textura de la cortina y así cerciorarse que en efecto la tela era real, y por lo tanto la situación entera en la que estaba inmerso. De repente, una voz lo sorprendió desde atrás. – Qué hace acá?- Edgar giró asustado y entonces la vio. Una joven muchacha le hablaba desde la puerta. Sus ojos verdes como esmeraldas brillaban como si el fuego los alimentara. Su piel, blanca y delicada, armaba un hermoso contraste con el rojo encendido de su largo pelo. – Quién es usted?- Insistió ella, dejando ver halos de confusión y odio. Edgar intentó responder pero no lo logró; pensó en inventar algo, pero la verdad es que no había nada que decir. Después de todo era ella la extraña a quien había soñado y ahora encontrado. Frente suyo, ahí estaba ella, la mujer agonizante cuya vida se desvanecía en sus manos una y otra vez sin que lograra impedirlo. – Lo siento... creo que te has confundido…- Pudo balbucear Edgar. La mujer lo miraba aún más confundida y con ira empezó a gritar – Salga ahora mismo de mi cuarto o llamo a la policía… Salga ya!- Edgar no podía moverse. El pánico se apoderó de cada parte de su cuerpo. Ahora resultaba que él era un intruso en su propia casa. La mujer tomó una lámpara de la mesa de noche y la jaló con fuerza – Váyase antes de que lo mate a golpes!- En ese momento una anciana apareció tras la muchacha. Edgar pudo respirar tranquilo al reconocer el cuerpo encorvado de su vieja madre. Quiso lanzarse para abrazarla y buscar la protección que de niño siempre encontró en ella. Recordó la primera vez que lo golpearon en el colegio y cómo toda su rabia y tristeza desaparecieron bajo un caluroso abrazo de su mamá. Sus ojos se aguaron de emoción pero su cuerpo aún no respondía y mientras tanto la joven muchacha se acercaba amenazante con la lámpara en la mano. Casi en estado cataléptico, Edgar hizo un gran esfuerzo para mover su lengua y poder hablar. Una delgada voz, apenas audible se oyó entonces de labios del hombre – Mamá… por favor explícale- La muchacha se detuvo y miró hacia atrás. La anciana permaneció afuera de la habitación por unos segundos con el ceño fruncido. Caminó lentamente hacia donde estaba la joven, tratando de enfocar tras sus grandes lentes a Edgar. El silencio era mortuorio. El tiempo apreció expandirse como una nata sobre la leche caliente, impidiendo que la realidad fluyera. Solo bastaba una palabra, una sola palabra de la anciana para que todo terminara y volviera a ser como antes. Como esa cálida mañana en la que un frío dolor de garganta despertó a Edgar en su cómodo y adorado cuarto.
La anciana miró fijamente al hombre y tras un breve movimiento de mandíbula, afirmó – No tengo idea quién es ese señor- El mundo se derrumbó ante Edgar. Todos esos 25 años parecieron esfumarse con la misma velocidad con la que vive una pompa de jabón en el aire. Los recuerdos de su infancia, el carro de bomberos, las palomas comiendo en el parque, las nubes armando figuras de animales en el cielo, los edificios amontonados unos sobre otros, el hermoso cuerpo de la vecina, el ladrido del perro de la tienda, todo, absolutamente todo perdió sentido y se desvaneció. La muchacha se lanzó con furia sobre Edgar que apenas si pudo evitar la secuencia de golpes que se sucedieron a continuación. La lámpara chocaba una y otra vez sobre sus huesos y articulaciones, adormeciendo por partes su cuerpo. La sangre no tardó en aparecer y salpicar el pálido rostro de la enfurecida muchacha que gritaba como un animal salvaje. Edgar buscaba desesperadamente el consuelo de su madre, pero la anciana tan solo miraba con inquietud desde lo lejos. Las cosas no debían ser así. Todo estaba mal y solo él podría remediarlo. Con un rápido reflejo, tomó el brazo de la joven y logró zafar la lámpara de su mano. La tomó por el pelo y la haló hacia el piso, montándose sobre ella con gran agilidad. Pronto, sus manos estaban apretando ese delgado y blanco cuello que ahora dejaba entrever algunas gruesas venas de color verde y azul; los verdes ojos ahora contrastaban con el rojo de las minúsculas arterias que una a una iban reventándose hasta llenar de sangre sus párpados. La anciana gritaba roncamente y se tomaba la cabeza con desespero. Era extraño, a pesar de lo horripilante de la escena, Edgar jamás se había sentido tan extasiado. Era como un orgasmo perpetuado hasta infinito llenándolo de nueva energía a cada instante. La música surgió como una humareda y empezó a escurrirse por toda la habitación. Al principio, los brazos de la joven se movían agitadamente y trataban de agarrarse de la cortina. Ahora solo lo hacían tras breves sobresaltos, como si llevasen el compás de la obra. El sol se coló por la ventana y atravesó la rasgada tela de la cortina, haciendo brillar cada objeto, cada cuerpo. Todo era hermoso, radiante y perfecto.
Los ojos de la joven mujer fueron perdiéndose hacia atrás. El rojo de su rostro pronto se tornó verde pálido y sus brazos dejaron de saltar. Un poco de aire fue liberado a través del destrozado cuello, casi como una expresión de alivio. Edgar sonrió y con delicadeza soltó a la mujer dejando descansar la frondosa cabellera de color rojo sobre el piso. Se puso de pie y enfrentó a la anciana – Hubieras podido evitarlo. Por qué lo hiciste mamá?- La encorvada mujer dejó escurrir las manos sobre su arrugado rostro. Estaba aterrada y sus ojos empapados en lágrimas no la dejaban ver claramente. Repentinamente se tumbó de rodillas en el suelo y miró fijamente, con expresión de profunda tristeza al hombre. Sollozando le dijo – No lo ves Edgar? Traté de evitarlo, pero no pudiste escapar. Fuiste tu quien eligió de nuevo-.