Esa mañana, en la que Edgar se despertó con un molesto dolor de garganta, no tuvo nada de diferente para el mundo en el que había permanecido por 25 años y 27 días; la gente del servicio de transportes abrió sus estaciones a la hora acostumbrada, la programación radial del día empezaba a oírse en carros, tiendas, casas, baños y demás. El cielo estuvo despejado como lo ha estado siempre por esa época, con posibilidades del 85% de que aparecieran las primeras lluvias en horas de las tarde. La televisión invadía los hogares de millones de familias de todo el planeta y servía para llenar el incómodo silencio que los rodeaba, pues la verdad es que estaban solos. Así despertó Edgar esa cálida mañana de finales de año. Miró la ventana y rayos de luz se filtraban por entre la cortina rasgada. La tela parecía rota por algún objeto cortopunzante en varios puntos. Era extraño, por alguna razón Edgar no podía recordar por qué la cortina estaba en ese estado. Se sentó en el borde de la cama soñoliento intentando recordar qué había sucedido. En la radio empezaban a sonar acordes de una vieja canción, de esas que nunca se olvidan por haber servido de fondo en alguna historia personal del pasado. Algunas imágenes pasaron por la mente de Edgar en cuestión de segundos. Vió a una mujer de tez muy blanca, ojos verdes como esmeraldas, pelo largo y liso de color rojo escarlata, abriendo una puerta y viéndolo fijamente. Luego aparecía la misma mujer sentada en el sofá de una sala riéndose y bebiendo. Finalmente un hombre montado sobre la mujer la empezaba a golpear con rabia y mucha fuerza. La cara de la mujer contra el suelo parecía ya una ciruela pasa llena de coágulos y profundas heridas por las que corrían hilos de sangre color café. El cráneo quebrado en la parte superior de la cabeza, dejaba ver un pedazo de hueso roto y de masa cerebral de color rosa. Edgar miró nuevamente la cortina muy asustado. Los rasguños en la tela parecían hechos por un animal salvaje. El pánico se apoderó de él y su respiración se aceleró de 0 a 100 en menos de 2 segundos. Él había matado a la mujer. Estaba seguro de eso. Se puso de pié y afanosamente empezó a buscar debajo de la cama, dentro de su clóset, detrás de la cortina, en su baño, en la ducha, pero nada encontró. Si esos rasguños en la cortina los había hecho la mujer mientras era víctima de una horrible golpiza, eso significaba que sólo él podría ser el asesino de esa mujer. Pero no había rastros de sangre en la alfombra de color claro y el lugar, en general, estaba ordenado y sin señales de violencia, exceptuando la cortina. Quién era esa mujer? Recordó nuevamente su mirada penetrante. Ojos verdes, muy conocidos, que se hacían más brillantes mientras moría estrangulada. Edgar se tomó el cuello con molestia. La sola idea de morir estrangulado lo aterrorizaba y le cortaba la respiración.
No pudo desayunar, a pesar de haber preparado su habitual café con tostadas y mantequilla. Tenía el estómago revuelto y tuvo que vomitar dos veces antes de poder salir de su departamento. Una vez en la calle, intentó tranquilizarse y respirar profundamente nuevo aire. Caminó por largo rato tratando de distraer su mente y así evitar que volvieran a aparecer esos profundos ojos verdes blanqueándose lentamente. Él podría recordar perfectamente el rostro de una persona e inmediatamente saber dónde lo vio por primera vez. Sin embargo, y tras muchas recapitulaciones fugaces de eventos del pasado, no podía saber quién era esa mujer de pelo rojo escarlata.
Esperó 15 largos minutos en la estación a que su pasara el bus que lo llevaría a su trabajo. Era evidente que algo andaba mal en él. La gente a su alrededor lo observaba con inquietud mientras él mantenía sus ojos clavados en el asfalto como si excavaran capa por capa el suelo, buscando el magma incandescente que daría fin a su sufrimiento. Tuvo entonces una horrible sensación al ver cómo en lo profundo la roja lava se escapaba por un sifón formando un remolino que lo arrastraba hasta perderlo en una espesa cabellera roja; luego, solo quedaba el vacío.
Edgar cayó al suelo. La gente a su alrededor acudió en su ayuda en medio del desconcierto general. Todo era una mezcla de palabras, sílabas y sonidos incomprensibles remarcados por un profundo eco. Algo trataban de decirle pero él no comprendía nada. Tuvo miedo. Parecía como si trataran de desgarrarlo con las manos para comérselo vivo. Sería posible que ellos lo supieran? Serían ellos los verdugos de un crimen aún desconocido? Como pudo, Edgar se arrastró hasta un lado de la calle y estiró la mano a un taxi que pasaba. El carro paró y el hombre se subió dejando atrás esa horripilante masa de dedos arrugados y uñas sucias que querían despedazarlo.
Apenas entró al apartamento cerró la puerta tras de él y se tumbó en el suelo suspirando aliviado. Había logrado escapar con vida y ahora estaba a salvo. Desde allí, su propio mundo, lograría poner orden a su cabeza para poder resolver el espantoso acertijo. Entró en su cuarto y paró en seco apenas cruzó la puerta. El lugar le era inquietantemente desconocido. La cama estaba bien tendida y las cobijas eran de color rojo escarlata. Un escritorio muy cercano dejaba entre ver algunos libros de diseño gráfico y viejas revistas organizadas una sobre otra. En la pared, un único cuadro mostraba a un misterioso gato gris escondido, de ojos claramente iluminados, escondido tras un par de zapatos viejos. Edgar miró con cautela a su alrededor intentando separar ficción de realidad. Una vez logró trazar la línea divisoria entre una y otra, empezó a caminar muy despacio hacia la ventana. Definitivamente el espacio no le era del todo desconocido. Mentalmente logró ver las cosas que conformaban su habitación y descubrió que cabían perfectamente en el lugar en el que estaba. Algo andaba mal y eso lo atormentaba. Una extraña sensación se empezó a apoderar de su cuerpo a cada paso que daba hacia la ventana. La cortina de color verde estaba especialmente resplandeciente y para su horrible sorpresa, la tela no tenía una sola rasgadura. El aire empezó a hacerse más denso y la temperatura del ambiente comenzó a subir. Edgar se sentía atrapado en una aterradora pesadilla de la que no podía escapar. Estiró su mano para tocar la textura de la cortina y así cerciorarse que en efecto la tela era real, y por lo tanto la situación entera en la que estaba inmerso. De repente, una voz lo sorprendió desde atrás. – Qué hace acá?- Edgar giró asustado y entonces la vio. Una joven muchacha le hablaba desde la puerta. Sus ojos verdes como esmeraldas brillaban como si el fuego los alimentara. Su piel, blanca y delicada, armaba un hermoso contraste con el rojo encendido de su largo pelo. – Quién es usted?- Insistió ella, dejando ver halos de confusión y odio. Edgar intentó responder pero no lo logró; pensó en inventar algo, pero la verdad es que no había nada que decir. Después de todo era ella la extraña a quien había soñado y ahora encontrado. Frente suyo, ahí estaba ella, la mujer agonizante cuya vida se desvanecía en sus manos una y otra vez sin que lograra impedirlo. – Lo siento... creo que te has confundido…- Pudo balbucear Edgar. La mujer lo miraba aún más confundida y con ira empezó a gritar – Salga ahora mismo de mi cuarto o llamo a la policía… Salga ya!- Edgar no podía moverse. El pánico se apoderó de cada parte de su cuerpo. Ahora resultaba que él era un intruso en su propia casa. La mujer tomó una lámpara de la mesa de noche y la jaló con fuerza – Váyase antes de que lo mate a golpes!- En ese momento una anciana apareció tras la muchacha. Edgar pudo respirar tranquilo al reconocer el cuerpo encorvado de su vieja madre. Quiso lanzarse para abrazarla y buscar la protección que de niño siempre encontró en ella. Recordó la primera vez que lo golpearon en el colegio y cómo toda su rabia y tristeza desaparecieron bajo un caluroso abrazo de su mamá. Sus ojos se aguaron de emoción pero su cuerpo aún no respondía y mientras tanto la joven muchacha se acercaba amenazante con la lámpara en la mano. Casi en estado cataléptico, Edgar hizo un gran esfuerzo para mover su lengua y poder hablar. Una delgada voz, apenas audible se oyó entonces de labios del hombre – Mamá… por favor explícale- La muchacha se detuvo y miró hacia atrás. La anciana permaneció afuera de la habitación por unos segundos con el ceño fruncido. Caminó lentamente hacia donde estaba la joven, tratando de enfocar tras sus grandes lentes a Edgar. El silencio era mortuorio. El tiempo apreció expandirse como una nata sobre la leche caliente, impidiendo que la realidad fluyera. Solo bastaba una palabra, una sola palabra de la anciana para que todo terminara y volviera a ser como antes. Como esa cálida mañana en la que un frío dolor de garganta despertó a Edgar en su cómodo y adorado cuarto.
La anciana miró fijamente al hombre y tras un breve movimiento de mandíbula, afirmó – No tengo idea quién es ese señor- El mundo se derrumbó ante Edgar. Todos esos 25 años parecieron esfumarse con la misma velocidad con la que vive una pompa de jabón en el aire. Los recuerdos de su infancia, el carro de bomberos, las palomas comiendo en el parque, las nubes armando figuras de animales en el cielo, los edificios amontonados unos sobre otros, el hermoso cuerpo de la vecina, el ladrido del perro de la tienda, todo, absolutamente todo perdió sentido y se desvaneció. La muchacha se lanzó con furia sobre Edgar que apenas si pudo evitar la secuencia de golpes que se sucedieron a continuación. La lámpara chocaba una y otra vez sobre sus huesos y articulaciones, adormeciendo por partes su cuerpo. La sangre no tardó en aparecer y salpicar el pálido rostro de la enfurecida muchacha que gritaba como un animal salvaje. Edgar buscaba desesperadamente el consuelo de su madre, pero la anciana tan solo miraba con inquietud desde lo lejos. Las cosas no debían ser así. Todo estaba mal y solo él podría remediarlo. Con un rápido reflejo, tomó el brazo de la joven y logró zafar la lámpara de su mano. La tomó por el pelo y la haló hacia el piso, montándose sobre ella con gran agilidad. Pronto, sus manos estaban apretando ese delgado y blanco cuello que ahora dejaba entrever algunas gruesas venas de color verde y azul; los verdes ojos ahora contrastaban con el rojo de las minúsculas arterias que una a una iban reventándose hasta llenar de sangre sus párpados. La anciana gritaba roncamente y se tomaba la cabeza con desespero. Era extraño, a pesar de lo horripilante de la escena, Edgar jamás se había sentido tan extasiado. Era como un orgasmo perpetuado hasta infinito llenándolo de nueva energía a cada instante. La música surgió como una humareda y empezó a escurrirse por toda la habitación. Al principio, los brazos de la joven se movían agitadamente y trataban de agarrarse de la cortina. Ahora solo lo hacían tras breves sobresaltos, como si llevasen el compás de la obra. El sol se coló por la ventana y atravesó la rasgada tela de la cortina, haciendo brillar cada objeto, cada cuerpo. Todo era hermoso, radiante y perfecto.
Los ojos de la joven mujer fueron perdiéndose hacia atrás. El rojo de su rostro pronto se tornó verde pálido y sus brazos dejaron de saltar. Un poco de aire fue liberado a través del destrozado cuello, casi como una expresión de alivio. Edgar sonrió y con delicadeza soltó a la mujer dejando descansar la frondosa cabellera de color rojo sobre el piso. Se puso de pie y enfrentó a la anciana – Hubieras podido evitarlo. Por qué lo hiciste mamá?- La encorvada mujer dejó escurrir las manos sobre su arrugado rostro. Estaba aterrada y sus ojos empapados en lágrimas no la dejaban ver claramente. Repentinamente se tumbó de rodillas en el suelo y miró fijamente, con expresión de profunda tristeza al hombre. Sollozando le dijo – No lo ves Edgar? Traté de evitarlo, pero no pudiste escapar. Fuiste tu quien eligió de nuevo-.
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