Darío enciende el último cigarrillo de la caja, aún con las manos temblorosas por la ira. Sabe que el tabaco no puede calmarlo, pero al menos podrá anestesiar por unos instantes su profundo dolor. Por primera vez empieza a ver su habitación tal y como es; sucia, con goteras, el papel tapiz de las paredes rasgado en algunas partes y con hongos de humedad en otras. Su radio ya no funciona, así que la música que tanto lo distrajo durante toda su vida ésta vez no podrá ayudarle. No tiene otro remedio que oír sus pensamientos y reflexionar sobre lo sucedido. El saco le pica en el cuello así que se lo quita. Ve sus brazos blancos, lánguidos como tentáculos de calamar. Se ve a sí mismo en esa pútrida habitación y siente algo muy particular, mezcla de orgullo y lástima. Al fin de cuentas, todo lo que le rodea es lo que ha podido construir con sus delgadas manos. Es ganancia, si se tiene en cuenta que nadie creyó nunca en él; ni siquiera él mismo. Cómo pudo pensar en algún momento que las cosas iban a ser diferentes? Dentro de sí, sabía que nada iba a cambiar pues para que eso pasara tendría que abandonar todo aquello que lo hacía ser Darío. Tendría que volver a empezar desde cero todo lo que había logrado construir hasta ese momento y, para ese entonces, no tenía el valor para hacerlo. Miró con rostro inexpresivo la fotografía de su matrimonio. Su mujer lucía tan feliz, tan hermosa, tan inocente. Nunca se pensaría nada malo de ella. Su nombre terminaba por envolverla en una especia de aura celestial: Sofía. Siempre le gustó llamarla por su nombre, nunca un diminutivo ni un apodo, siempre fue Sofía. Con sus suaves manos, sus blancos hombros, sus rosados y delgados labios; su pelo largo y liso color anaranjado. Su cintura redonda y vientre plano. Entre muchos hombres, Darío siempre fue envidiado por la belleza de su mujer. Muchos fueron los que intentaron apartarla de su lado para llevársela, pero Sofía siempre supo que en ningún hombre encontraría lo que su esposo podía ofrecerle. Darío nunca supo qué era en particular lo que Sofía admiraba en él. Nunca supo qué era lo que lo hacía superior a los demás hombres. Era conciente de su apariencia física, si bien no era un simio. Algo en él lograba cautivar a las mujeres de belleza más exótica. Tal vez fuera su mirada, melancólica y enternecedora; o su excelente manera de hablar; tal vez sus modales, propios de un caballero que no se quiere parecer a un gigoló; o su voz, bien entonada y directa. Nunca lo supo. Lo que sí supo, desde el primer momento, es que Sofía iba a ser la mujer de su vida. Un trago de cerveza ahoga cualquier imagen que pueda filtrarse en su cabeza y que le recuerde cómo la conoció. El presente es lo único que le queda, allí en esa abandonada habitación donde la luz del día comienza a desaparecer. No se siente derrotado. Todo lo contrario. Es justo en éste preciso instante cuando logra ver con mayor claridad lo que debe hacer. Se siente fuerte, lleno de energía, dispuesto a luchar por lograr sus metas. Quiere viajar, caminar mucho, como alguna vez lo hizo en su juventud. Quiere conocer mucha gente, hablar en diferentes idiomas, conocer el Mar de Norte, nadar por los grandes ríos, conocer la isla de Tuvalú. Un cigarrillo y una cerveza bastaron para que su vida se llenara de sueños y razones para seguir adelante. Se pone de pie. Lleva su mano derecha hacia su espalda y de su cintura saca un revolver lanzándolo hacia un rincón de la habitación. Darío camina con determinación hacia la entrada de su departamento, gira la perilla y abre la puerta. Los últimos rayos de Sol tocan su cuerpo, siente un calor reconfortante como aquél que sintió cuando era niño en aquella ocasión en que visitó a su abuela en el Sur. Por un instante alcanza a oler el aroma de los árboles arrastrado por el tibio aire del campo que se extiende como un manto que cubre el azul y despejado cielo. Quiere gritar, la dicha surge como una explosión dentro de su corazón. Abre sus brazos y llena sus pulmones de aire para liberarlo y dejarlo escapar por todo el planeta en unas solas palabras.
- Quiero...
Un fuerte estruendo compuesto de varios disparos tiñe todo de azul oscuro y hace esconder al Sol. Los ojos de Darío se blanquean buscando el cielo distante y gris. El aire de sus pulmones se desvanece para nunca más volver. El sabor a cerveza y tabaco se mezcla y surge un extraño sabor agridulce y espeso que se va apoderando de todo su pecho. Su cuerpo cae, los oficiales bajan sus armas, el bebé de la familia Arzúaga llora incesantemente en la casa de al lado; el cuerpo amputado y desnudo de Sofía se extiende sobre el de su difunto amante en el pequeño baño ensangrentado. Mientras cae, Darío siente un cosquilleo en las manos y en las piernas. Se siente bien, tranquilo, sin sueños ni culpas. Su cabeza choca contra la pared y algo en su nuca se quiebra haciéndole pasar un corrientazo por toda la espalda. El sonido “crac” se perpetúa y todo el color desaparece, solo queda la inmensa oscuridad, apacible y eterna.
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