jueves, 11 de junio de 2020

I.

No podía creer que fuera ella, la misma persona que me regaló su pañoleta de seda para que me la colgara como una capa y pudiera escaparme volando muy lejos de acá. La misma que me compraba dinosaurios pequeños de todas las especies para que jugara en la cafetería de Los 3 Elefantes mientras comíamos pasteles deliciosos y nos reíamos juntos. No podía ser la misma persona, ella siempre tuvo un pelo precioso y brillante. Se vestía muy elegante, caminaba derecha y con la frente en alto. Así era ella, no como esta pobre mujer tullida en una cama con la cabeza calva, con la cara llena de angustia y dolor y con los últimos dedos de sus pies doblados y montados uno encima del anterior. Apenas la vi me cagué del susto, grité y salí corriendo de su cuarto llorando. Nunca olvidaré la última vez que vi a mi abuela Tita. Al poco tiempo murió. Cuando le preguntaba a mi abuelo qué era lo que más le gustaba de su esposa, me respondía: “Tita era menudita y bonita. Parecía una muñequita”. Mi abuelo era alto, ancho y venía de un pueblo perdido entre las montañas del salvaje Santander. Era un tipo duro y recio que todas las noches calentaba bajo el calor de la lámpara de su mesa de noche las balas de su revolver para luego meterlas en el barril y dormir con el arma bajo la almohada. Por él conocí a Hitler, a Churchil, a Hiro Hito, a Mussolini y a Charles de Gaulle. También me presentó a Don Quijote y a su escudero Sancho Panza mientras me contaba sus aventuras y me mostraba los dibujos que el gran Doré había ilustrado en dos tomos bellísimos de lomo café adornado con tejidos dorados. De mi abuelo y Doré también conocí cada una de las historias sangrientas y heróicas consignadas en la Sagrada Biblia de color rojo que sobresalía en la gran biblioteca llena de “souvenirs” que mi propio abuelo había comprado en cada uno de los países que visitó cuando fue embajador en Europa durante los años 60. Un par de veces al año le ayudaba a bajarlos todos de la gran biblioteca y los subíamos hasta el baño de su cuarto donde con ayuda de un par de cepillos de dientes y agua los limpiábamos. Recuerdo la panza redonda y las largas orejas del Buda blanco y sonriente que había comprado en China, las vigas detalladas de la Torre Eiffel de París, el endeble Arco Gateway de San Luis, el Cristo Redentor de Río parado sobre el mundo, las 3 Pirámides de Egipto metálicas, también recuerdo a Rómulo y Remo mamando leche de la loba antes de fundar Roma y sobretodo me acuerdo mucho de Don Quijote y Sancho Panza. Cada “souvenir” tenía una historia y todas me las contaba mi abuelo. “¿Qué vamos a leer hoy?”, me preguntaba mientras se tomaba la quijada pensativo repasando los cientos de libros que tenía en la biblioteca. Para mí era un momento muy emocionante pues estaba por descubrir un nuevo mundo, embarcarme en una nueva aventura y mi guía no podía ser mejor que mi Papá León. Mi abuelo se llamaba Cosme y cuando creció se puso como segundo nombre el que mejor describía su espíritu: León. De hecho, sobre su escritorio había un “souvenir” muy especial que tenía reservado este lugar en particular. Se trataba de un león de hierro que rugía exhibiendo una frondosa melena sobre su musculoso cuerpo. Junto a él me sentaba yo, sobre el escritorio de mi abuelo, para que él comenzara a narrarme las historias del libro que había seleccionado como si estuviéramos en una partida de algún juego de rol. Juntos sobrevolábamos las Ardenas hasta llegar a Berlín. De ahí íbamos directo a la batalla de Kursk donde se podían oler los tanques incinerados que pronto quedaban atrás pues seguíamos hasta las ruinas de Stalingrado, “la ciudad que cambió la historia del mundo”, me decía. De ahí volábamos hacia el sur para llegar al Mar Mediterráneo, antiguo Mar Egeo, donde se respiraba tranquilidad y la vida valía más que un puñado de hierro retorcido. Entrábamos por el Nilo hasta el antiguo Egipto donde los faraones nos daban la bienvenida a su reino dominado por un misterioso saber ancestral y finalmente hacia el oriente terminábamos el viaje en Israel, donde Moisés alzaba victorioso las tablas con los 12 mandamientos que el propio Dios le dictó entre regaños y sentimientos de culpa del poderoso líder del pueblo elegido. No pude pasar una infancia más maravillosa en esa inmensa casa de dos pisos de la que siempre tuve la firme sospecha escondía pasillos secretos con tesoros ocultos, pero por más que busqué, nunca encontré nada, sin saber aún que el mayor de todos los tesoros lo había escondido y encriptado muy bien mi abuelo en un lugar al que me costaría mucho tiempo poder llegar.