miércoles, 26 de octubre de 2011

MODERN RUIN


Una promesa rota. Esa fue la única razón que lo trajo a estas tierras de las que poco o nada se sabía por esos días; sin embargo, solo una persona pudo oír esas tres palabras que Humberto había alcanzado a pronunciar antes de caer tendido sobre la mesa como producto de la terrible borrachera de la que era presa hacía ya varios días. Nadie más lo escuchó, hubiera sido el fin de un mito que llevaba consumándose largos años, desde aquel día acalorado de fin de año en el que lo vieron atravesar la plaza central por primera vez. Muchas historias se habían tejido alrededor del hombre que llegó para quedarse y comenzar a construir su propia morada en medio de las montañas de las que cada vez más hombres huían en busca de la prosperidad y comodidad que ofrecían las grandes ciudades muy lejos de allí. Algunos decían que solo un fugitivo se internaría en la selva para huir del peso de la ley; otros, que se trataba de un millonario venido a menos que no tuvo otra opción más que esconderse en el último rincón del mundo por pura vergüenza; los más audaces, aseguraban que se trataba de un hombre con el corazón roto en busca de un lugar tranquilo para olvidar. Ésta última versión, llenaba de emoción y de curiosidad a las mujeres del pueblo, que veían en Humberto un misterio que solo podría ser develado por aquella mujer que lograra robarse el corazón del reservado hombre. Al cabo de unas semanas, un grupo de trabajadores ya comenzaba a erigir el que sería el palacio del único rey sin trono que hubieran conocido los humildes campesinos de la región y ante el cual comenzaban a mostrarse ya temerosos. Una noche, lo vieron surgir de entre la montaña muy bien vestido, con sombrero de ala ancha y un impecable traje color blanco que hacía contrastar su foulard de color vino tinto. Caminaba a paso lento pero firme, con la frente en alto y la espalda erguida. Ante las miradas silenciosas de aquellos que se quitaban de su camino tan solo para admirarlo con curiosidad desde el andén, el hombre se dirigió hasta la casa de Don Cosme, el anciano diputado retirado hacía años del que se sabía en su juventud había luchado junto al ejército libertador y que descendía de respetable familia. El anciano lo recibió con un efusivo abrazo y al cabo de un rato, ambos hombres yacían sentados en el gran salón cuyas paredes estaban forradas por infinidad de libros y souvenirs del Viejo Mundo. Don Cosme era reconocido por ser un hombre en extremo serio e incluso soberbio. Eran muy pocos los hombres con quienes se detenía a entablar una conversación que durara más de 5 minutos. Solo Don Joaquín, el abogado del pueblo, y Don Ignacio, el barbero, podían darse el lujo de sacarle algunas palabras, siempre que el tema fuera historia o religión, nada de filosofía, porque ese tema siempre lo acaloraba y terminaba discutiendo. Sin embargo, esa noche Don Cosme estaba dichoso como nunca nadie lo hubiera visto.

- Así que te has decidido al fin por venir a verme – dijo con la mirada fija en Humberto que sostenía tranquilo una copa de coñac francés.

- He encontrado el camino de vuelta, finalmente – dijo tras mojar sus labios en el exquisito licor. 

Permanecieron en silencio un momento, solo mirándose bajo el inquieto ruido de las manecillas del reloj de pared que marcaba las 8:43 de la noche.

- He venido por la misma razón por la que usted regresó hace ya tantos años, Don Cosme. Espero no ser inoportuno al romper con la tranquilidad de este pequeño pueblo y la suya propia – añadió y bebió otro sorbo de coñac. 

El anciano suspiró y se puso de pie acercándose a un cuadro que mostraba a una joven de ojos claros y profunda mirada que sostenía delicadamente un abanico sobre su vestido de seda de colores. Parecía una muñeca de porcelana, rubia, de tez blanca y suave. Sin embargo, había algo en su expresión que faltaba; un brillo en sus ojos, o tal vez un poco más de color y humanismo que le permitiera ser el recuerdo completo de una mujer que alguna vez vivió. 

- Nunca la volví a encontrar. Pasé tanto tiempo hundido en mis recuerdos y en mis culpas, que olvidé su rostro. Solo me quedó este cuadro de aquella época en la que ambos éramos tan solo unos jóvenes llenos de ganas de soñar – dijo el anciano con la voz grave y entrecortada. 

Humberto dejó su copa sobre la pequeña mesa central y se acercó a la biblioteca, indagando los cientos de títulos que reposaban organizados minuciosamente por temas.

- Cosas de niños. Si se hubieran cruzado de nuevo, seguro no la hubiera usted reconocido tampoco. Los sueños ya los he dejado en el pasado distante, ella me los arrebató y por mucho que intenté volverlos a encontrar, nunca pude siquiera sentir el candor que desprendían cuando los evocaba – dijo Humberto como si poco le importara el valor de estas palabras que acababa de pronunciar. Luego fijó su atención en un libro de cubierta amarilla y negra, lo sacó de la fila de libros y lo abrió en las primeras páginas leyendo un párrafo en silencio. Por un momento su mirada se perdió como si lograra atravesar el papel para indagar qué había más allá de éste. Permaneció así hasta que pudo volver y, como si se tratara de un texto sagrado, depositó de nuevo el libro con delicadeza junto a los demás en la biblioteca.

- Como ya debe saberlo, Don Cosme, he venido para quedarme. Estoy construyendo una casa en la montaña y muy pronto estaré en capacidad de cultivar sus tierras. He traído mis propias semillas para ponerle un toque personal a esta tierra por la que ya nadie se preocupa – dijo volviéndose a sentar y tomando la copa en sus manos. Don Cosme caminó despacio repasando cada palabra dicha por el hombre. Apretó los labios con preocupación y se sentó frente a Humberto.

- Nada germinará, ya lo verás. Llevo tantos años enterrando mis dedos en la tierra, depositando semillas de todos los colores, esperando el día en que florezcan y me devuelvan ese pedazo de vida que extravié y que solo ella podrá devolverme cuando haya nacido la primera flor – terminando de decir esto, Don Cosme sollozó y se alejó hacia su habitación con paso torpe y débil. Solo se oyó una puerta cerrarse y el reloj que marcaba las 9:00 de la noche.

El tiempo pasó, sin miramientos, sin arrepentimientos, sin la más mínima intención de detenerse para dar un poco de sí mientras el corazón disecado del hombre daba muestras de avivamiento. El jardín fue cuidadosamente sembrado mes tras mes, año tras año, Humberto esperó a que algún color sobresaliera sobre la negra tierra. Hubo sequías, lluvias torrenciales, pero ninguna flor se asomó sobre el suelo que cada vez se endurecía más, muy a pesar del agua. Decidió que ya era suficiente, era tiempo de retirarse a su casa y envejecer naturalmente sin esperar más cambios que los que estaba destinado a sufrir desde el momento en que abrió los ojos por primera vez y creyó poder tomar las riendas de su vida.

Cuando Don Cosme murió, la casa fue saqueada por los pobladores que en su afán por poseer, arrancaron las cortinas, libros y adornos dejando solo las migajas de los recuerdos de uno de los grandes hombres de nuestros tiempos. No se sabe si por el mismo afán, por descuido o por temor, el cuadro de la mujer sin brillo en su mirada permaneció donde estaba sin que nadie lo removiera de la pared en la que por tantos años había descansado. Por cosas del azar, o del destino, según se diría tiempo después, Humberto terminó colgando el mismo cuadro en su propia casa, junto a la biblioteca en la que había acumulado tal cantidad de libros con bellísimas imágenes de flores que ya le era imposible mirar hacia el exterior, hacia el jardín y la montaña que poco a poco fueron devorando los muros y techos hasta ocultarlos de toda vista. Hasta el día de hoy, hay quienes dicen que un inmenso jardín de flores blancas se extiende oculto en algún lugar de la montaña, vigilado por la mirada impávida de una bella mujer que sigue esperando una razón por la cual volver a hacer palpitar el corazón de su amado.