Era exactamente la persona que pretendía parecer. Cada mañana, desde hacía
más de tres décadas, elegía cuidadosamente la ropa que vestiría al día
siguiente intentando renovarse con una que otra prenda colorida, pero
irremediablemente terminaba cayendo en el monocromo oscuro que, entre otras
cosas, adoraba por la simple razón de que no se le notaba el mugre y así no tenía
que lavar tan seguido la ropa y así no gastaba tanta agua y así contribuía con
el uso responsable de los recursos hídricos que comenzaban a escasear. El Capitán Planeta no podía sentirse más orgulloso. Se miró al espejo y supo lo que necesitaba: poner a sonar ese Pretty Hate Machine. Era lo único en lo
que podía improvisar y la sensación era completamente placentera. La idea
siempre surgía como un fogonazo en su cerebro seguido de una explosión corta
pero profunda de dopamina que se esparcía por todo su cuerpo manteniéndose hasta
el final exacto en que el álbum terminaba. Luego venía el cigarrillo y todo
quedaba listo. El Sol hacía rato invadía el lugar y sus rayos habían ya tumbado
a sus gatos que a duras penas respiraban llevados por el placer que suponía
sentir el calor sobre sus pelajes blancos. Él, en cambio, odiaba el Sol y la
sensación de calor sobre su cuerpo. Desde siempre, la sangre había irrigado perfectamente por su cuerpo haciendo sudar sus manos y axilas aún en los días más fríos. En las noches debía
dormir sin medias, en camiseta de manga corta y pantalón jipi de rayas. Solo así
podía meterse bajo la única cobija con la que se arropaba para pasar las noches
lejos del desespero y el calor. Mientras tomaba su café obligatorio y miraba a
sus gatos aún en coma inducido, pensó en su extraña relación con el Sol.
Siempre le atormentaba saber que había tanta luz afuera y la ansiedad comenzaba
a atacarlo en lo más profundo de su estómago. Sentía esa extraña sensación de
que debía de estar afuera haciendo algo extremadamente productivo para sí mismo
a manera de retribución por tan espectacular clima. El Sol, la luz, la energía,
la fotosíntesis, los colores resplandecientes, todo hacía parte de un ritual de
agradecimiento al que se sentía obligado a pertenecer pero del que había huido
desde hacía muchísimo tiempo. Su naturaleza no estaba diseñada para sentir
agradecimiento por tener tanta luz sobre sí; tanto calor lo único que le hacía
sentir era la extrema necesidad de una buena ducha fría que limpiara todas las
toxinas que su cuerpo expelía como olla de agua en ebullición; tantos brillos
lo único que conseguían era que tuviera que entrecerrar los ojos con fastidio
para escapar de tanta alegría y proactividad.
No tuvo más remedio que tomar su morral con todo lo necesario para
sobrevivir un día afuera y cerrar la puerta dejando a sus gatos perdidos en el éxtasis
calenturiento de “un día hermoso y soleado”. Se subió a su bicicleta, se puso
su máscara antipolución y arrancó a enfrentarse con los mecanizados que competían
frenando y exostando como organismos vivos entre las angostas calles
ennegrecidas por el hollín de las que sobresalían peatones acorralados intentando escapar hacia
alguna parte. No era su caso, no tenía a donde ir ni mucho menos tenía afán de
llegar a alguna hora en particular, solo debía andar derecho hasta que supiera
que ya había sido suficiente. Pedaleó durante horas esquivando todo tipo de vehículos
y de personas, su corazón bombeaba como un pistón y sus pulmones se esforzaban por
alcanzar a sacar purificado la mayor cantidad de aire posible para poder seguir
pedaleando. La ciudad ya iba quedando atrás y comenzaban a aparecer las
primeras vacas estáticas, con mirada sospechosa y siempre mascando algo. El
Sol arremetía con toda su furia sobre su cuerpo sudoroso así que pensó en
quitarse la máscara antipolución pero la competencia no terminaba y todavía pasaban
muchos camiones oxidados escupiendo humo a su lado. Decidió quitarse la
chamarra negra y arrancándosela de encima la tiró dejándola volar como una bolsa plástica entre el viento bajo una coreografía muy tipo Belleza Americana. Eso bastó
para que su cuerpo comenzara a nivelar su temperatura y pudiera tomar más
velocidad al pedalear. Entendió entonces la importancia de la ropa blanca al
sentir cómo el Sol no lo castigaba sino que al contrario lo repelía. El tráfico
de camiones y de vehículos pesados comenzó a mermar, solo era señal de que
comenzaba a estar donde quería: lejos. Se orilló junto a una tienda de
carretera y entró como forastero de espagueti western bajo la mirada de un par
de niños gemelos que jugaban lotería sobre la mesa. La rockola neón vibraba con
“Play the Goddamned Part” de NIN haciendo bailar sobre las paredes todos los
extraños cuadros de animales silvestres vestidos como humanos de principios del
siglo XX; el sapo con chaleco, sombrero de copa y reloj de cadena era sin duda
todo un clásico. Pidió una botella de agua ozonizada y pagó con un par de
monedas gruesas. Los gemelos no le quitaban los ojos de encima y por un momento
imaginó toda una secuencia de imágenes en la que los niños pateaban la mesa y
sacaban sus revólveres disparando sobre él; el cuadro del zorro con overol, la
nutria con sombrero de paja y el búho con gafas vestido de profesor recibían
las ráfagas de balas directamente pues él alcanzaba a saltar hasta la entrada y
atravesaba la puerta subiéndose a su bicicleta de un solo brinco. No alcanzó a
ver el final de la secuencia cuando se descubrió ya pedaleando muy lejos de la
tienda. En la puerta, el brillo del Sol del resplandecía sobre el pelo castaño de
los gemelos que lo miraban alejarse sin entender por qué tanta prisa si hacía un hermoso día.
El puente sobre la antigua represa apareció a lo lejos y sintió que ya podía
bajar el ritmo, en todo caso la carretera comenzaba a descender así que se dejó
llevar por el impulso que traía. Soltó los tirantes de su morral y este salió
volando chocándose contra el pavimento, regando todo su contendido sobre él y
dejando trazada en el camino una huella de desechos de los que ya nunca más
dependería. Las llantas de la bicicleta comenzaron a chirrear con agudeza y los
amortiguadores a vibrar esparciendo todo el movimiento sobre el vehículo
metalizado. Se arrancó la máscara antipolución y esta salió despedida por los
aires quedando enredada entre las ramas secas de un viejo árbol al lado de la
carretera a manera de poética señal. Todo comenzaba a transformarse en un símbolo,
él mismo seguía adelante con su metamorfosis dejando atrás lo que lo había
definido para seguir su camino hacia sus propios orígenes. Ya no veía nada a su
alrededor más que una mancha borrosa análoga que lo envolvía como una burbuja y
comenzaba a elevarlo sobre el pavimento, primero con pequeñísimos y esporádicos
saltos hasta convertirse finalmente en un único trayecto aéreo hacia el viejo
puente. Desde arriba todo se veía con mayor claridad, más definido y hasta más
ameno. Alcanzó a extrañar a sus gatos pero seguro para ellos su única
preocupación en ese momento era darse la vuelta a tiempo para recibir más calor
sobre el otro costado de su cuerpo y así seguir manteniendo la temperatura en pleno equilibrio. Él, por
su lado, ya había recuperado el equilibrio y ahora volaba hacia una represa ya
desaparecida para perpetuarse en sus aguas extintas respirando el aire que sopló
sobre su cara por primera y última vez.