Abrió la ventana del cuarto para que entrara el aire y se llevara toda esa modorra en la que se había revolcado gran parte de la noche y ya mediodía entero. “Alexa, pon Changes de Black Sabbath”, porque si iba a arrancar con nostalgia, que al menos fuera de la buena. Sobre las notas de ese pianito bello y soberano se deslizó hasta la cocina y se preparó su licuado energético de la mañana -aunque ya era mediodía-; un vaso de agua, tres fresas, un plátano y una falange de jengibre. La unidad de medida del jengibre le hizo pensar irremediablemente en Tony Iommi y en qué hubiera sido de él si esa mañana lejana preparándose su té de la mañana -porque debía de ser un tipo más de té que de café- hubiera decidido no ir a trabajar a la fábrica y solo por ese único día hubiera no pasado las grandes piezas de metal por las sierras afiladas que tan bien manejaba ya a sus 17 años. Bien hubiera podido llamar a su jefe y decirle que no se sentía bien por unas Fish and chips que se había comido la noche anterior en un puesto callejero para simplemente pasar el resto del día sentado en su sillón frente al televisor viendo concursos familiares y tomando cerveza -porque en Inglaterra son muy de sillones frente al televisor y de ver programas familiares tomando cerveza-. Pues bien, eso no pasó. Tony fue a la fábrica como tantos otros días y ese, su último día de trabajo, fue el día en que nació un sonido, un género musical y una leyenda.
Pero él no iba a ser una leyenda ni iba a perder ninguna falange ni mucho menos a dejar nada muy relevante aparte de confusión en su camino. Así que tomó una ducha y se sentó a escribir no sin antes vestirse, más por pudor a ser visto por su vecina del piso de abajo que lo espiaba en secreto y que juraba no haber sido todavía descubierta, que por cualquier otra cosa. Tecleó un par de ideas iniciales y se entregó al latir del tiempo para terminar de perder el resto del día.
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