Farrokh siempre supo que era diferente del resto de niños de su edad. Primero, tenía un nombre muy raro y en el colegio se burlaban cada vez que el profesor llamaba a lista en las mañanas. Segundo, sus dientes delanteros eran muy grandes, por lo que a la hora del almuerzo, sus compañeritos siempre se las ingeniaban para ponerle zanahorias en el plato. Y tercero, tenía un tono de voz muy agudo, por lo que cuando cantaba en el coro siempre lo ponían en el grupo de las niñas que lo miraban como bicho raro. Por eso, Farrokh nunca podía terminar ninguna canción. Le daba pena su propia voz… y sus dientes… y su nombre.
Un sábado, como todos los sábados, la mamá de Farrokh le pidió que le ayudara con el aseo de la casa. Él estaba muy triste por todo lo que le pasaba en el colegio. Así que cogió sus zapatos especiales para brillar el piso y comenzó la ardua tarea sin mucho entusiasmo. La mamá, al verlo tan cabizbajo, pensó que la mejor manera de hacer sentir mejor a su hijo era poniéndole un poco de buena música para subirle el ánimo. Tomó uno de sus viejos discos, lo puso en la tornamesa y le subió el volumen al máximo. Cuando la música comenzó a sonar, Farrokh poco a poco fue sintiendo cómo las notas musicales comenzaban a esparcirse por el piso de madera y se iban trepando por sus flacas piernas y por todo su cuerpo haciéndole vibrar los dientotes. Tomó una corona de papel que había hecho días atrás, se amarró una cobija roja al cuello y empezó a brillar el piso dando grandes saltos mientras bailaba. La casa se convirtió en un grande y hermoso castillo que comenzaba a resplandecer con cada paso del pequeño rey. Su corona de papel se volvió de oro brillante, su cobija roja se transformó en una larga y fina capa de terciopelo y sus dientes… bueno, sus dientes seguían siendo igual de grandotes pero ahora brillaban como perlas. Una poderosa y vibrante voz comenzó a sonar dentro de Farrokh; era su propia voz que se liberaba para tomarse los inmensos pasillos del palacio. Cantó y cantó y cantó como nunca antes lo había hecho y bailó y bailó y bailó hasta dejar tan resplandeciente el lugar que parecía hecho de puro cristal. Con una gran sonrisa en su rostro se dejó caer en su trono desde el que pudo ver todo el esplendor de su obra. Suspiró satisfecho, pero entonces miró el trono vacío a su lado y supo que algo le faltaba: Le faltaba su reina. Empezó a sentirse muy triste, su corona dejó de brillar y se volvió de papel otra vez, y su capa ya no era más que una cobija roja amarrada al cuello. Se paró de su silla y caminó hasta el espejo pegado en la puerta de su cuarto, miró sus grandes dientes y de repente estos resplandecieron, luego su corona de papel también lo hizo y por un segundo pareció de oro otra vez. Entonces, como por arte de magia, Farrokh descubrió que tenía todo lo que necesitaba para ser único y que en realidad no había nada que le faltara, ni siquiera una reina. Su reflejo brilló en el espejo y Farrokh se pudo ver convertido en un adulto, cantando a todo pulmón con su banda en un inmenso estadio, vestido con su hermosa capa de terciopelo rojo y su brillante corona de oro. Sus dientes seguían siendo grandes, muy grandes, así como también lo era su nuevo bigote. Su voz pintaba el lugar de todos los colores y la gente cantaba con él todas sus canciones. Su nombre ya no sonaba raro, era diferente y único. Ahora se llamaba Freddie y era el rey y reina de su propia banda y esta tenía el mejor nombre de todos. Desde ese día Farrokh decidió ser feliz cantando y bailando, llenando de música su vida y la del resto del mundo. Decidió que en adelante sería quien era y nunca más sentiría vergüenza por ser único en un mundo en el que todos se quieren parecer tanto a los demás.
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