Aún recordaba esos días lejanos
en los que podía pasar el tiempo tan solo mirando el transcurrir de la gente
frente a su casa en aquel tranquilo barrio de los suburbios. En aquellos
tiempos, el único ruido perturbador era poco común y podía surgir del klaxon de
un automóvil, del llanto histérico de un bebé o de un avión que sobrevolaba muy
bajo, sin embargo, ninguno de estos ruidos perduraba en su memoria por más de
unos contados segundos para luego desaparecer en el mar de sus sencillos
recuerdos. El día de hoy había comenzado con una leve llovizna muy propia del
clima de la ciudad; el cielo estaba cubierto por un velo grisáceo y muy poco se
podía ver a través de la ventana que permanecía empañada por el calor que del
agua caliente de la ducha se desprendía. Héctor miraba el agua escurrir por su
cuerpo flaco, venoso y pálido; sus preocupaciones se iban diluyendo con el caer
de cada gota cálida mientras sus ojos se iban cerrando con el trasfondo musical
previamente seleccionado para acompañarlo un rato en el baño. Era curioso cómo
comenzaban los días desde que su secreta elección se hizo irremediablemente
tangible hasta el punto de dejarlo en el total abandono. La desidia lo había
alejado de sus seres más allegados, de aquellos que lo acompañaron durante los
momentos más memorables y de los que ya casi no podía ni siquiera acordarse
pese a haber dejado marcas todavía perceptibles en su cuerpo. Cicatrices ahora
suturadas para su propio beneficio, ese mismo que por tanto tiempo se empeñó en
buscar tras tantas relaciones fallidas. No podía huir de lo que era ni de lo
que quería, simplemente faltaba una única pieza del extenso rompecabezas para
poder completar la línea temporal sobre la que podría andar sin correr más
riesgos innecesarios que los elegidos por su terco inconsciente.
Estando frente al espejo empañado
descubrió una frase anónima escrita hacía tiempo y que hasta hoy cobraba un
valor entrañable: “Mierda eres y mierda serás”. Silencio entre una canción y la
siguiente, goteo de agua sobre el piso encharcado y finalmente un suspiro de
alivio que se perpetuaba con un nuevo acorde musical. Por primera vez se sintió
acompañado en esta historia y el hecho de que alguien hubiera podido
describirlo con tal exactitud era razón suficiente para que se decidiera a lanzarse
a la calle con la cabeza en alto, alejando de una vez por todas esa duda que lo
carcomió en vida desde el instante en que pretendió comenzar a reconocerse.
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