¿Cómo habría, pues, de adivinar el
secreto de esta mujer que apenas si se atrevía a mirar a los ojos pese a haber
pasado con ella las últimas horas del día? Pese a haber revivido las mismas
sensaciones viscerales de un pasado lejano, le era aún imposible adquirir ese
grado de iluminación y responder con firmeza sin temor a arruinar todo el
trabajo y tiempo invertido durante ese frío día de comienzos de año. El objetivo era claro, siempre lo había sido,
sin embargo, había un punto en el que la historia podía, si bien, dar un giro
fatal o seguir su agonizante transcurrir con la promesa del sexo casual sin más.
En este punto de su existencia prefería esta última opción, sin duda, pero
también era conciente de que pasara lo que pasara, nunca sería por una elección
tomada a conciencia, así que no podía hacer nada más que dejárselo todo al lento
transcurrir de los minutos. El hecho de haber perpetuado su estatus de
“extranjero” en este país tan parecido a una de esas ilustraciones de Hansel y
Gretel, pero con más yonkis y prostitutas regados por las calles, hacía que una
especie de aura misteriosa y casi sensual lo rodeara atrayendo a su lado a ese
tipo de mujeres por las que tan fácil, y tan rápido, perdía la cabeza. Ya para
ese entonces había perdido mucho más que eso gracias a ese prototipo tan
personal de “femme fatal” que durante tantos años había ido construyendo y en
el que había depositado tantas expectativas a cambio de absolutamente nada. ¿Experiencias
de vida? ¿aprendizajes? Nada de eso, la realidad era mucho más unidimensional y
aburrida que lo que los libros de autoayuda nos mostraba, de eso estaba seguro.
El discurso de “vive rápido, muere joven” ya lo tenía en su información
genética, irremediablemente, así que lejos de intentar adornar con justificaciones
pomposas y frases de cajón su propio vivir, se dedicó a hacer lo posible por
tener sexo con esa mujer que acababa de conocer sin esforzarse en siquiera
gustarle un poco. Tomó una botella a medias de cualquier trago que encontró en
la sala y bebió llenando el vacío que le dejaba el seguir intentándolo.
Paradójicamente, parecía que esta vez el efecto que esto causaba en ella no era
el de repulsión, en absoluto. Por el contrario, encontró que ella lo miraba con
interés y poco a poco, a medida que el alcohol iba invadiendo su cabeza, la
imagen de mujer fatal se fue desdibujando. Al final del último trago, parecía más
una niña absorta por asomarse por primera vez a la ventana de un avión y
descubrir el manto de nubes que oculta el diminuto transcurrir de nuestras
vidas como hijos paridos por la tierra y el placer. Estiró su pesada mano hasta la delgada
pierna de ella y fue subiendo su falda para descubrir el blanco muslo oculto
tras esa maya que tanto lo excitaba para ese momento de intoxicada lucidez.
Ella suspiró y descansó su cabeza en el sillón viejo y roído, dejándose invadir
por el creciente placer que el contacto físico iba produciendo mientras él se
acercaba torpemente para seguir ratificando lo que ambos tanto deseaban ya
sentir. Antes de que el sexo fuera prohibido, ya lo habían condenado con un
sinnúmero de enfermedades minuciosamente ilustradas. El miedo, una vez más, fue
usado por los pocos de siempre y, tal vez, de ellos mismos surgió la idea de
crear la más letal de todas las armas para combatir la libertad y todo lo que
de ella se desprendía para aliviar el dolor del paso del tiempo. No hubo más
remedio que renunciar y dejar de buscar lo que hacía rato se había ya perdido.
Ambos se despidieron y prometieron en silencio nunca más volverse a ver. Era
cuestión de tiempo para reincidir y continuar con la búsqueda, después de todo,
algo de humano todavía corría por sus venas. Esa noche, en esa decadente
habitación, respirando bilis y alcohol, ambos lo supieron y el secreto se
mantuvo a salvo por última vez.
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