miércoles, 5 de diciembre de 2007

Practicidad

Andrés siempre se sentaba allí, solitario, mascando trozos de papel y viendo hacia el horizonte, justo donde el asfalto se desvanecía dejando elevarse un infinito fondo de tonalidades grisáceas. No llovía mucho por esos días pero la contaminación estaba tan esparcida que cobijaba gran parte de la ciudad. El olor de toda la gente apeñuscada entre las calles, buses, restaurantes y habitaciones parecía lejano a pesar de envolverlo todo alrededor. Era un lugar especial, nadie lo notaba salvo él; era mejor así, de esta manera había logrado mantener el equilibrio cada vez que la cuerda se mecía con repentina brusquedad haciéndolo dudar. Allí, el tiempo le pertenecía y mantenía absoluto control de sí mismo. Era el único lugar silencioso que había logrado encontrar después de un par de décadas de frágil existencia. Nunca duró demasiado tiempo sentado pues temía quedarse olvidado de éste lado y no poder encontrar el camino de regreso. Sus manos empezaban a temblar y la cabeza comenzaba a pesar insoportablemente si se pasaba del cuarto de hora allí, hundido en la tierra y el concreto. La Voz empezaba a retumbar dentro de su cráneo golpeándolo con violencia contra las paredes sin que nadie pudiera ayudarlo. Muchas veces había buscado auxilio intentando aferrarse de alguna mano suave que lo encadenara en un lugar sin paredes ni olores ni deseos ni frustraciones. Sin embargo, nunca podría llegar a un lugar como este guiado por alguien, pues solo él conocía el camino de ida y de vuelta. Se trataba de un túnel del que no escapaba ni entraba ningún sonido; solo allí la Voz era una extraña sin razón de ser y por lo tanto no podía estirarse para destruirlo todo.

Un día claramente marcado en el calendario, Andrés supo que era tiempo de visitar el túnel. Se vistió con sus mejores ropas, limpió el polvo de sus zapatos especiales y abrió la puerta para sumirse en la ciudad y sus adornos. Caminó sin prisa deteniéndose incluso a ver una vitrina que exhibía una colección de cajas de fósforos de 127 países diferentes. Le asombró pensar que alguien tuviera la firmeza y la claridad mental como para hacer algo así mientras se daba el lujo de viajar. Se trataba sin duda de un tipo muy práctico a la hora de tomar decisiones. “Hoy voy a dar la vuelta al mundo y en cada país en el que me detenga voy a comprar una caja de fósforos”. Fin. Era una meta muy clara. Jamás podría entender cómo para algunas personas todo era tan sencillo. Las cosas toman su tiempo, requieren un proceso de asimilación que debe ser percibido por cada célula del cuerpo; cada poro debe aprender a respirar de esa nueva situación hasta logar habituarse por completo sin atrofiar el cuerpo. No. Así piensan solo aquellos que sufren de fuertes dolores de cabeza y que terminan por convertirse en uno. Esa manera de pensar era justamente la que lo había alejado de todo lo que podría querer, de todo lo que podría aferrarse y depender para ser completamente feliz. No era alguien práctico y pagaba el precio por ello. La Voz comenzaba ya a atormentarlo sin piedad. Siempre era la misma cosa cada vez que era hora de ir al túnel. Aceleró el paso para no darle tiempo de golpearlo contra ningún muro. Las manos empezaron a temblar, el corazón latió con más fuerza como si quisiera saltar fuera de su pecho; la sangre golpeaba su cuerpo haciéndolo saltar al tiempo que la respiración se iba cortando por lapsos. Ya casi llegaba al lugar donde todo volvería a la normalidad tan añorada. Trató de pensar en cómo vería las cosas que ahora lo aprisionaban cuando saliera del túnel. Siempre tuvo la sensación de que no se trataba del mismo lugar y que constantemente estaba renovando dimensiones y percepciones. Por supuesto, solo él lo sabía y los demás eran unos ignorantes que seguían con sus manías. De repente, una fuerte punzada que salió desde su pecho le aguijoneó la cabeza arrojándolo al suelo con violencia. Levantó su mirada buscando el cielo pero solo vio rostros desconocidos rodeándolo. Clavó sus uñas en el muro contiguo para ponerse de pie y entre fuertes convulsiones se dirigió hacia un callejón oscuro. La espuma brotaba de su boca mientras los gritos de pánico de algunos se disipaban quedando atrás, en el pasado, en la claridad gris de la ciudad. La entrada al túnel apareció succionando a Andrés desde lo lejos. El silencio comenzó a hacerse presente y con él vinieron las primeras partículas de tranquilidad profunda y real. Sus dedos sangraban mientras pedazos de sus uñas se desprendían quedando pegadas a la pared. Las plantas de sus pies se arrastraban levantando la piel y rasgando tejidos fibrosos y amarillentos. La Voz martillaba su cabeza al ritmo que bombeaba su corazón, dejando escapar el líquido vital por cada orificio de su cuerpo cada vez con mayor intensidad. Su columna se doblaba quebrándose en varias partes al ritmo de las fuertes convulsiones a medida que la entrada al túnel se hacía más próxima. Para cuando Andrés hubo ingresado al túnel su cuerpo era irreconocible. Se había convertido en una bola de huesos rotos y piel desleída que luchaba por sumirse en la oscuridad por una última y primera vez. Lo había logrado. Bajo el asfalto retumbaría ahora el silencio de una Voz desconocida para aquellos lo suficientemente prácticos.

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