Todo había sido un puto dolor de
cabeza desde el momento en que decidió cruzar esa calle angosta; de haber
sabido lo que iba a pasar, simplemente hubiera encendido un cigarrillo para
convertirse en un simple espectador untado de blanco y negro. El olor a lluvia
y a tierra humedecida aún retumbaba como si se tratara de una esquirla metálica
incrustada en lo más profundo de sus sesos. No podía olvidar la mirada que ella le lanzó
justo antes de que decidiera saltar al charco para amortiguar el salto y así seguir
hacia adelante hasta el andén de enfrente. Una vez ahí, los brillos y los
mismos colores que antes no pudo siquiera disfrutar, parecían extenderse como
un lienzo virgen abierto de par en par, dispuesto a ser ultrajado de manera
violenta y sin compasión. La lluvia cubría con un terso velo la silueta de
aquellos que aún seguían a la espera de que algo extraordinario les sucediera
mientras sus ropas se mojaban y pesaban cada vez más. Algunos, incluso,
comenzaron a desparramarse por el suelo hasta convertirse en un montón de tela
mojada que en mucho se asemejaba a los desechos corporales de algún ser fantástico
de intestinos azulados y púrpuras. Entonces, cuando parecía que el cielo
finalmente iba a caer sobre las cabezas de todos quienes alguna vez pensaron en
algo semejante, ella decidió soltarse de la acera y saltar para quedar estática
y húmeda frente a él. Su vestido negro pronto comenzó a retomar sus matices rojizos
y él pudo percibir su cándido aroma de nuevo para guardárselo en lo profundo de
su pecho, cerrarlo bajo llave y conservarlo para siempre. Miró hacia arriba, y
según la tradición, sopló para dispersar la tormenta. Poco a poco el agua fue
dejando de caer y al cabo de unos minutos solo el sonido de los charcos
escurriendo por las alcantarillas fue lo único que se oyó. Una mirada, de nuevo
sus gruesas pestañas y esa leve sonrisa, fueron las señales que quiso seguir para
mantener el clima en su estado natural.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario