Y si alguna vez sintió pocas
ganas de hablar con alguien y de evitar el más mínimo contacto con sus
semejantes, fue hasta el día de hoy en que ratificó esta decisión con una
solemnidad y una tranquilidad tal, que pudo oír el pulso de su corazón para saber
que todo iba a estar bien. Le parecía obsceno que hubiera tanta gente dedicada a demostrar, por encima
de todo y de todos, que tenían la razón; le parecía completamente innecesario
que unas personas anduvieran llenándose forzosamente de razones para enterrar a
las otras en fosas comunes desbordantes. Pero lo más mortificante era tener que
lidiar con tanto buitre disfrazado de sensible colibrí, pues nunca había tiempo
para agachar la cabeza antes de que asestaran su picotazo y se llevaran su
porción de carroña. Al final de cuentas, eran más los que disfrutaban vivir
entre las sobras que los que intentaban estirar el cuello para ver por encima de
la montaña de basura. Él era uno de esos, aunque en el silencio de las noches,
justo en el punto entre el sueño profundo y la cordura consciente del día a
día, se regocijaba en secreto por haber tomado alguna que otra vez parte de esa
gran porción de desechos, únicamente para saborearla y sentirse parte de su
propia especie. Aunque era extraño no pertenecer a ningún lugar, a ninguna casta,
a ningún momento, nunca se sintió más cómodo que trabajando desde las sombras
sin que nadie supiera de él. Era aún más gratificante saber que todo lo que se
ejecutaba estaba siendo dirigido, en secreto y silencio, por él mismo desde el
lugar en que mejor se reconocía. Desde allí, con toda la claridad y cordura,
dirigía su orquesta de músicos empíricos sin que ellos siquiera reconocieran las
notas que estaban ejecutando y desconocieran en su totalidad la obra de la que ya
hacían parte.
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