Tan solo esperaba que su propia intransigencia fuera
suficiente para deshacerse de la culpa que sentía al ver su propia sombra. Llevaba
meses sin conectar una palabra con otra; era tormentoso. La música era lo único
que le permitía percibir esa empatía entre sus signos vitales y el movimiento
natural de la rutina a su alrededor sin que pesaran más la culpa y el dolor. Se
sentía defraudado por quien no fue, por la palabra nunca dicha, por el reflejo
jamás tocado. Aún traía consigo algo, tal vez mucho, de ese tiempo perdido que
hacía meses había dejado de pesar para comenzar a convertirse en recuerdos nada
más. Lo que antes fue, fuera lo que fuera, era ya un montón de papel arrugado
en una cesta de basura y por mucho que intentara desarrugar las hojas para
encontrar las palabras afines ya le era simplemente imposible. Solo hay sonidos
que brotan y desaparecen con tanta frecuencia como los latidos del corazón
retumbando en una caja torácica. Cada sonido son mil palabras y cada palabra
son otros mil latidos que se niegan a desaparecer a pesar de nunca haber sido
escritos.
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